5/31/2007

Lo que queda de Mayo

Se acabó Mayo. Tenía grandes expectativas para este mes. Algunas se cumplieron. Otras no tanto. Pero lo importante es lo que queda. Y no ha podido terminar mejor que el día de hoy, mirando idiotizado la cordillera desde el metro hasta llegar a la universidad, y paseando en la tarde por Providencia tratando de evitar el granizo que por un breve lapso de tiempo sacó a todos a la calle a sapear. Así da gusto vivir en Santiago.

Lo que quedó:

- 1 novela entretenida

- 1 recopilación de artículos sorprendentes

- 1 película polaca setentera

- 6 degustaciones de vino

- 2 nuevas sensaciones en sabores de helado

- 1 disco anteriormente pasado por alto

- 1 visita extranjera confirmada

- 1 ramo botado

- 3 blogs resucitados gracias a amenazas

- 1 fotolog insólito y genial

¿Se me olvida algo?

5/16/2007

María, La Mazorca

En La Serena, donde vivíamos en casa, alguna vez tuvimos una mini huerta, cortesía de las clases de inglés que teníamos la Xixi y yo. Es que aunque lleváramos ocho años en colegio gringo, mi madre, temerosa de que perdiéramos el segundo idioma, le pidió a una amiga que nos hiciera clases de conversación en inglés, que finalmente consistían en hacer una serie de actividades didácticas en el idioma de Shakespeare, como ir al supermercado, hacer galletas, o ir de paseo a comprar manjar duro en la casa de los ladrillos rojos en Algarrobito. Y una de las actividades fue comprar semillas y plantarlas todas juntas en un macetero de esos cuadrados largos de plástico. Plantamos todo y pusimos carteles indicando qué era cada cosa, para no perdernos. Días después, nuestro querido can Alexander Helmut, el salchicha, quitó todos los cartelitos y revolvió todo el macetero, con lo que finalmente lo poco que brotó de ahí tuvo identidad desconocida, y finalmente se secó y hasta ahí llegó el proyecto.

Esa era toda mi experiencia en la botánica doméstica hasta el año pasado, cuando, cortesía de la Cata, me entusiasmó la idea de plantar una semilla de choclo en la terraza. La idea me alucinó por completo: una enorme mazorca saliendo desde la ventana de un departamento hacia la calle. Seríamos, probablemente, los más originales de este barrio de viejos e hipocondríacos, en palabras de la Bea.

La semilla era básicamente un grano de choclo como deshidratado, o sea, una especie de pasa en versión choclo, arrugada y amarilla. Había un macetero vacío, y en silencio planté la semilla siguiendo los consejos jardinísticos que se me habían dado. No quería que mi mamá supiera que había plantado un choclo, creo que a ella no le hubiera gustado tanto como a mí la idea de una mazorca apareciendo por ahí. Que irían a decir los vecinos...

La cosa es que pocos días después de ejecutada la plantación, llegan a pedirme que plante no se que cosa en el macetero vacío de la terraza. Acorralado, y viendo el riesgo que corría mi mazorca, confesé que ya había plantado algo en ese macetero, pero que no iba a decir que era.

"¡Marihuana!" exclamó mi espantada madre. "¡No me digas que plantaste marihuana!". Entre risas, mías y de la Xixi, le conté que lo que había plantado era una mazorca, y que no quería decirle para que no impidiera la plantación. Fue en ese minuto en que la Xixi bautizó a la mazorca: se llamaría María. María, la mazorca. Marizorca, para los amigos...

A los pocos días, apareció entre la tierra un punto verde. Todos los días la regaba y la veía crecer. Se convirtió en un personaje del hogar, todo el que llegara iba a mirar los avances de María. Al principio fue increíble, crecía a un ritmo admirable, para lo que yo me esperaba. Llegadas las vacaciones, dejé encargada la mazorca a mi hermano Diego, para que la regara durante el tiempo en que yo no estuviera. Cada vez que hablábamos por teléfono, pedía avances sobre el estado de María. Las noticias eran buenas, María seguía creciendo. De vuelta en Santiago, la volví a ver, era una mazorca preadolescente, luchando por seguir creciendo. Pero se hizo evidente un grave problema: no le llegaba suficiente sol. Las otras plantas le tapaban el sol a toda hora. Traté de armar un hoyo entre las ramas, pero fue infructuoso.

Pero el golpe bajo fue cuando conocí a las hermanas de María quienes habían sido plantadas en la huerta de la Cata. Tenían que medirse en Estadios Nacionales... Eran absolutamente enormes, se veía que en cualquier minuto iban a estar listos los choclos. María al lado parecía un pitufo, no medía más de 30 centímetros, era debilucha y claramente no me iba a dar ni un choclo esta temporada.

El golpe de gracia llegó más tarde. En un arranque de cariño por María, mi preocupada madre desenterró de la bodega un fertilizante que tenía, probablemente, desde la época en La Serena. Cuidadosamente fertilizó a María, además de dos matas de albahaca que recibí de premio de consuelo por lo piñufla que había resultado mi mazorca, y otro arbusto enredadera de toda la vida de mi casa. Por alguna extraña razón, el fertilizante ese se transformó en veneno de plantas. En pocas horas, María yacía acostada sobre la tierra, y las albahacas empezaron a botar sus hojas. En un principio pensé que les faltaba agua. Pero la tierra tenía un color ceniza muy raro. Era el fertilizante.

María murió pocos días después, no hubo oportunidad de salvarla. La albahaca pereció al tiempo, víctima del mortal fertilizante. El arbusto, que tenía un tronco fuerte y las ramas enredadas adheridas a la pared, dio la pelea un tiempo más, pero nada pudo apartarlo de su destino, que estaba escrito. En esa esquina de la terraza ya no hay nada.



Esta es la única foto que tengo de María. Fue tomada, aunque parezca mentira, una noche de eclipse lunar. Saqué la cámara para fotografiar la luna, y de pasadita aproveché de sacarle una foto a mi María. Fueron sus últimos días.

Como ven, no todas las historias tienen un final feliz.

5/08/2007

De abuelas y helados

"Érase una vez, una abuelita que sacó a pasear a su nieto predilecto. Le compró un helado en el Emporio de la Rosa. Mientras caminaban por el Parque Forestal, al nieto se le cae el helado al suelo. El niño, muy apenado, se agacha para recoger el helado, a lo que su abuela le dice: ¡Niño! ¡Las cosas del suelo no se recogen!"

El resto me imagino que ya se lo saben... Pero bueno, al que no lo sepa, el chiste termina cuando la abuela tropieza con una hormiga cabezona en la calle, y al pedirle ayuda al nieto para levantarla, este responde diciendo que no, porque las cosas del suelo no se recogen.

En eso pensaba yo hace poco tiempo, cuando recién llegado a mi casa, como a las nueve de la noche, después de una prueba de Marketing, me encuentro una nota en mi cama para que haga tallarines para comer a las 9:20. Y como yo no le hago ascos a la cocina, raudo partí a preparar tallarines a la boloñesa. La salsa ya estaba hecha, con lo que fácilmente podría haber calentado la salsa en el microondas, hacer los tallarines y listo.

Pero no, mi espíritu gourmet no lo permitió, aún cuando se tratara de un simple plato de tallarines con carne molida. Mientras hervía el agua, comencé a calentar la salsa a fuego lento, hidratándola poco a poco para que no perdiera humectación. Cociné los tallarines hasta que estuvieron casi al dente, los saqué y dejé que terminaran de cocinarse en la salsa, con algo del líquido de los mismos tallarines, para que la pasta agarrara el sabor del tomate y la carne. Tallarines al dente y caldúos, mis favoritos.

A las 9:20 en punto los tallarines estaban listos, recién sacados de la olla. Sirvo dos platos, uno para mí y otro para mi hermano Diego. Las otras están a dieta, así que no comen tallarines, sino unos potingues con quinoa y otros cereales, con pinta de alpiste. Le paso el plato a Diego, quien se encontraba comiendo chicle. Y estando yo sentado, listo para empezar a comer, escucho la risa nerviosa de Diego, seguida de un "no fue a propósito" o algo por estilo. Y es que ahí mismo, figuraba Diego con el plato en la mano, pero todos los tallarines en el suelo. Y no digamos que en la parte de la cocina que nadie pisa, sino que justo entre el basurero y la cocinilla donde acababa de hacer los tallarines. Nota al público: cuando salí de la prueba en plena noche, tratando de encontrar un atajo para llegar al metro, pise una poza de barro. O sea, los tallarines figuraban encima del suelo que mis zapatillas con barro habían pisado los últimos veinte minutos. Y es que cuando el niño se agachó a botar el chicle, le dio una pendiente al plato lo suficientemente adecuada para que los tallarines caldúos resbalaran directamente hacia el suelo.

El sentimiento de ira rápidamente se transformó en preocupación. ¿Qué se hace ahora? ¿Se come los tallarines o no? Pensé que lo lógico era que no, pero él insistió en recogerlos y ponerlos en su plato. Antes de que se los comiera, le dije que limpiara el suelo, y que esperáramos a que llegara nuestra madre, y que ella decidiera que se hacía. Como mucho, se hacían más tallarines y listo. Pero mientras tanto, yo no estaba ni ahí con que se me enfriara el plato, así que comí mientras azuzaba al niño para que dejara el plato tranquilo hasta que llegara el veredicto final. Con horror vi como se metía tallarines a la boca y los absorbía como en "La Dama y el Vagabundo". Ya veía como los pedazos de barro le quedaban en la boca.

Cuando finalmente llegó la decisión maternal, esta vino acompañada de reto y todo. ¡Pero para mí! Que como tan exagerado, que si nunca había comido cosas del suelo... En eso tenía razón, pero siendo un plato de comida entero, y pudiendo evitarlo... El plato se calentó en el microondas y fue engullido por el hambreado Diego en pocos segundos. Yo no podía dejar de pensar en esa sabia abuela, y en como una de las lecciones básicas aprendidas en la infancia se iban por el remolino del water tan rápidamente.